Entre las charlas más comunes que teníamos durante las cenas o caminatas por la ciudad, mis amigos y yo siempre mencionábamos aquellas cosas que no podíamos dejar de hacer en Nueva York. Entre nombres de parques, recitales, deportes, negocios y bares surgió un plan que se instaló en mi mente desde el primer momento. La noticia me la dio Nacho, uno de mis cómplices chilenos, que se enteró del evento por una de sus profesoras de la universidad. En la misma ciudad que estábamos y a menos de treinta cuadras de dónde vivíamos, Al Pacino iba a protagonizar El Mercader de Venecia en Broadway.
Si bien no tengo un póster de Al Pacino en la habitación, o su colección completa de películas en la repisa, siento una admiración profunda por él y conozco una importante parte de su trabajo. Fue el deseo de verlo actuar en vivo un clásico de Shakespeare lo que instaló definitivamente la idea en mi cabeza. Tenía que ir a verlo, pero intuía que las entradas estarían por encima de mi presupuesto y tampoco sabía si todavía había localidades a la venta. De todas formas y esperando lo mejor, como siempre, tomamos el subte y llegamos hasta la boletería del teatro.
Era un jueves y en la entrada del Broadhurst Theatre había personas con tapados y camperas esperando entrar a ver la obra. Por nuestra parte, fuimos a la boletería con el entusiasmo que nos caracteriza y descubrimos que no solamente nuestro deseo era posible, sino que concretarlo no iba a costarnos una fortuna. La opción de ver la obra parados detrás de la platea y el precio de esas entradas combinaba perfecto con nuestras expectativas y los dólares en nuestra billetera. La felicidad que teníamos era inmensa y nos fuimos a festejar con un almuerzo de hamburguesas y papas fritas.
Zapatos cómodos y mucho abrigo era el código de vestimenta para la ocasión. Al entrar a la sala nos sorprendimos al notar lo cerca que estábamos del escenario. Nunca supe si fueron nuestras bajas expectativas sobre la ubicación que tendríamos o el hecho de que estábamos realmente en un buen lugar, pero la escenografía estaba ahí y todo era real.
La obra fue fantástica y en el entreacto no pudimos evitar comentar cada detalle de lo que nos había gustado hasta el momento. En lo personal destaco la belleza de la iluminación y la versatilidad de la escenografía. La actuación de Al Pacino y el elenco quedan fuera de mis capacidades críticas pero está más que claro que quedé gratamente impresionada por las interpretaciones de todos.
La vuelta a casa fue llena de felicidad, previa parada por el clásico puesto de revistas del subte, donde siempre conseguíamos un mínimo descuento. Hablando de Shakespeare y Al Pacino me fui a dormir, habiendo cumplido otro sueño en Nueva York.